sábado, 12 de noviembre de 2011

SELLO CON LA IMAGEN DE LA BASÍLICA DE NUESTRA SEÑORA DE LA PAZ DE YAMOUSSOUKRO


Estimados amigos y amigas que compartís conmigo mis reflexiones, he estado pensando estos días en escribir un cuento de amor en que había que entrar en un castillo y para ello había que salvar un foso lleno de cocodrilos hambrientos, lo que demostraban enseñando los cuchillos y tenedores de sus bocas. Había que estar muy enamorado para saltar ese foso de un brinco, ya que por supuesto nadie tendía un puente levadizo para facilitar las cosas.
El caso es que pensando en esos cocodrilos, se me ha enfriado el ánimo y ya no me dan ganas de entrar en ese castillo en busca de mi princesa -me consuelo pensando que será como todas las princesas- ni tampoco de escribir el cuento. Al menos de momento. Y así, aterrorizado por los dientes de esos cocodrilos, he recordado los que vi en persona en un estanque cercano a la Basílica de Nuestra Señora de la Paz, en Yamoussoukro, la capital de Costa de Marfil, en el año 1999. Estos cocodrilos, sumergidos en el agua, asomaban solo la cabeza con la boca abierta, y así se estaban, quietos, absolutamente inmóviles, tan pacíficos como la Basílica, como si jamás hubiesen matado una mosca. Me impresionó esa sangre fría, esa paciencia por no desesperarse en busca de la comida, sabedores de que antes o después algo les entraría despistadamente en la boca, que se cerraría también con calma pero tan inexorablemente como los enormes bloques de piedra que protegen las entradas de las grutas encantadas.
Acompañado de Koffi y de Niagne, mis amigos allí, visité a continuación la gran Basílica, construida a modo de réplica del Vaticano. Dentro, no había un alma, y me quedé maravillado de las dimensiones de las naves y de los numerosos asientos corridos de preciosa madera que amueblaban el inmenso espacio. El sistema de iluminación era también extraordinario, y calculamos que encender las luces de la Basílica por unos minutos supondría un gasto escandoloso para un país en el que gran parte de la población carecía de alumbrado eléctrico.
Cuando salimos ya había anochecido, y me encontré con la sorpresa de que las inmediaciones del enorme edificio se encontraban iluminadas en un amplio radio por multitud de farolas que se adentraban por caminos abandonados casi en la selva. Dimos un breve paseo por ellos y Niagne, meneando la cabeza, señaló, mirando aquel despilfarro, que mientras la mayoría de las personas del país tenían que moverse de noche en la más completa oscuridad los agutíes disponían de grandes avenidas luminosas para corretear a gusto. A mí también esto me parecía una injusticia, no obstante la alta estima en tenía a los agutíes, que son unos roedores de lo más simpático; tanto los apreciaba que una vez me comí uno guisado en un restaurante de Bouaké, pero como también os estimo a vosotros no voy a recomendaros este plato, al menos a mí no me cayó nada bien en el estómago...Ya os contaré más cosas de este inolvidable país.