lunes, 21 de octubre de 2013

EN UNA ANTIGUA NARRACIÓN POPULAR DE LAS MONTAÑAS BOHEMIAS...


Así comienza el prólogo que escribí en 2005 para el catálogo de una exposición de pintura en La Coruña de la artista Blanca López, de Castroverde (Lugo). He recordado este texto, que reproduzco a continuación, en estos días en que me he encontrado caminando por las montañas y los valles de Lugo en las etapas finales de mi Camino de Santiago desde Somport, en la frontera con Francia. Han sido 836 los kilómetros recorridos a pie, con la mochila a la espalda, en los que ha habido frío, calor, lluvia, viento, en fin un poco de todo, y también un sinfín de momentos maravillosos y mágicos con inolvidables paisajes al fondo. En breve colgaré aquí algunas fotos. Pero al pasar por Samos y visitar el grandioso Monasterio, recordé especialmente a Blanca, ya que sabía por ella que el pintor Enrique Navarro, su compañero de vida, ya fallecido, había realizado los murales de gran parte de las galerías que dan a uno de los claustros. Allí pude ver esos excelentes murales, con el angelito negro que pintó junto a los blancos para complacer a Antonio Machín. Pero vayamos de momento con las palabras que dediqué hace ocho años a Blanca López, una mujer ya de edad pero lúcida como pocas. 
 
 
En una antigua narración popular de las montañas bohemias, un bandido planta su maza de madera en el bosque en la esperanza de verla florecer. El fenómeno no ocurrirá, sin embargo, mientras el susodicho personaje no cambie la trayectoria de su vida, encaminándola por la senda de las buenas acciones. Sólo así brotarán manzanas en el árbol en que se habrá convertido su estaca, una por cada buena acción.
No voy a desvelar aquí el final de tan conmovedora historia, pero sí aprovecharé para decir que un problema como el que plantea el viejo cuento checo no lo ha tenido jamás la pintora gallega, y universal, Blanca López. Puesto que si bien ella también plantó un día su pincel en un fantástico bosque, en su caso los frutos nunca se hicieron esperar, de modo que ha podido ofrecérnoslos, a lo largo de su  intachable trayectoria vital y profesional, tan generosamente como amplia ha sido la dedicación a su arte, y con esa calidad que sólo nace del trabajo hecho con auténtico Amor.
Allá arriba, en la copa del espacio propio que ha conquistado con firmeza en la selva, ya no digo bosque, de la pintura, vemos balancearse en el extremo de nuestra admiración sus obras: misteriosas en la noche, intimistas al amanecer, irónicas al mediodía, impresionistas si las mece la brisa, poéticas en la última página de la tarde, imaginativas siempre. Todas con su luz bajo el brazo, una antorcha portadora de vida que la artista no olvida encender en cada una de ellas, lo que nos revela su esencial optimismo. La vemos, también en esta exposición, ir de un cuadro a otro, del vaso con la rosa a la paloma de la paz, de los pétalos de la camelia al gorro del saltimbanqui, de los labios del payaso del acordeón, tan rebosante de sentimiento y tan querido a Blanca, al pájaro del bosque azul, y así sucesivamente.
Para Ortega y Gasset, “la pintura no es un sarpullido que brota en los lienzos, sino una manera de decir cómo se es”; para Auguste Rodin, “la verdad no es la exactitud sino la expresión sincera del sentimiento del artista frente a la realidad”; para el cineasta Joseph von Sternberg, “el arte consiste en comprimir un Poder espiritual e infinito en un espacio reducido”. Todo ello lo cumple con creces Blanca López, pintora únicamente comprometida con la verdad, de trazo seguro, consumada dibujante; en cuya paleta los colores adquieren gamas como sólo es dado hallar en los ensueños más hermosos; la pintora, en definitiva, que un buen día plantó su pincel en el fértil terreno de una vocación inmensa.